Nuestros hábitos de vida son una fórmula peligrosa para la Tierra: dejar el agua correr cuando nos bañamos, no reciclar, no reutilizar, no pensar en el aire, no sembrar árboles para que generen oxígeno, no limpiar los residuos, no trabajar en el desarrollo sostenible, etc., son impactos negativos sobre nuestro medio ambiente y peor si se suma la cantidad de recursos naturales que usamos, para sostener el consumo urbano.
Desde una micro bacteria hasta una ballena tienen un impacto ambiental, el problema se origina cuando existe un desbalance entre los recursos naturales existentes y el consumo que cada especie requiere a lo largo de su vida.
Somos unas 7.500 millones de personas. Cada día necesitamos más tierra y más agua, ambos recursos limitados cuyo uso desmedido presiona al planeta y a las otras especies; a este ritmo “muy pronto acabará la función”, será imposible en unos pocos años mantener el equilibrio de los ecosistemas que nos posibilitan la vida.
La salida ya la conocemos: auto control de natalidad, disminución del consumo de recursos, protección a las demás especies. En pocas palabras: se necesita una ciudadanía ecológica, es decir, un modelo de ciudadanía que lleve a los seres humanos a pensar no sólo en sus derechos sino en sus deberes frente a la conservación del planeta como nuestra única casa, partiendo de la premisa de que no se trata de limpiar, sino de no contaminar.